Con el tiempo, aprendí nuevas convenciones, como agitar la mano o dar pisotones en el suelo para llamar la atención de alguien, y deduje que la luz que parpadeaba en la esquina del aula period el timbre que alertaba al private para que dejaran entrar a alguien. Mis dedos se atascaban cuando buscaban formas nuevas, y me costaba diferenciar signos de aspecto muy comparable (como “película”, “covid” y “queso”). Con el tiempo me di cuenta de que, cuando te comunicas en lengua de signos, la dicción no es tan importante como la forma en que encarnas lo que comunicas. Una vez pregunté a un profesor cómo se signaba la palabra “desesperado”. La ASL no tiene una traducción directa de cada palabra inglesa, me dijo. Si quieres signar “desesperado”, puedes signar la palabra “quiero”, pero con la postura facial y corporal adecuada para mostrar tu desesperación.
Cambiar a una lengua visible te enseña que todo lo que quieres decir también se puede mostrar. Y no exactamente de la forma de “mostrar, no contar” de los escritores. En lugar de decir “un perro saltó sobre mi regazo”, por ejemplo, un narrador por señas podría mostrarte lo grande que period el perro, el ángulo desde el que se acercó y si corrió desde lejos o simplemente se dejó caer torpemente.
Abandonar la necesidad de un lenguaje “preciso” y la necesidad de traducir mentalmente cada frase signada a una en inglés, solo fue posible cuando acepté la emotividad de la lengua de signos. Sin embargo, period más fácil decirlo que hacerlo: mis expresiones faciales tienden a ser mudas, por lo que aprender a expresar emociones adecuadamente mientras hago señas ha sido mi mayor reto. Un día, durante una clase de Nivel 2, un profesor me llamó la atención. “No tiene sentido que hagas la seña de ‘frustrada’ si tu cara no parece frustrada en absoluto”, me dijo. Es como hablar en un tono monótono impasible mientras aseguras estar enfadado. Me sentí como si estuviera de nuevo en la guardería aprendiendo a distinguir entre las emociones. Durante aquellas clases, como me sentía rígida y no quería hacer el ridículo, evitaba dar respuestas voluntarias. Mi rostro se fue suavizando con el paso de los meses, pero no podía —y a veces aún me cuesta— intuir la línea que separa la falta de emoción, la emisión de lo justo para dar vitalidad y humor, y la exageración bobalicona. Incluso ahora, sin poder esconderme detrás de mis eufemismos o analogías habituales, a veces sigo sintiéndome demasiado franca y cándida.
Llevo casi dos años volviendo semana tras semana a las clases de ASL. Puedo oír y, cuando empecé a estudiar, no conocía a ninguna persona sorda o con dificultades auditivas. Mis razones iniciales eran múltiples y de poca importancia: de niñas, mi hermana y yo estábamos obsesionadas con las “lenguas secretas”; una amiga de la secundaria con una hermana con problemas de audición me enseñó a hacer señas y me enganchó; quería tener la capacidad de “hablar” en un bar ruidoso sin gritar.
Pero esas razones no captan lo que ha hecho que estudiar ASL sea tan gratificante. Si alguien te cube cómo se siente, puede que no diga las palabras “asombrado”, “indignado” o “contentísimo”, pero te lo mostrará con su cara y su cuerpo, y la muestra dará lugar a algo inusual para alguien tan interesado en el lenguaje como yo: lo entenderás porque lo sientes. Aunque la ASL no comparta totalmente el vocabulario con el inglés, eso no significa que carezca de precisión. He aprendido que su precisión reside en el lenguaje común del cuerpo. La poetisa Adrienne Wealthy escribe que el silencio es el “plano de acción para una vida” que tiene presencia y forma. Para mí, la lengua de signos aclaró ese plano, mostrándome que el cuerpo es lo que da vida al lenguaje. El acceso a esa lengua requería que me sintonizara con las emociones, tanto las mías como las de los demás.
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